Como estilo artístico, el Barroco surgió a principios del siglo XVII (según otros autores a finales del XVI) en Italia —período también conocido en este país como Seicento—, desde donde se extendió hacia la mayor parte de Europa. Durante mucho tiempo (siglos XVIII y XIX) el término «barroco» tuvo un sentido peyorativo, con el significado de recargado, engañoso, caprichoso, hasta que fue posteriormente revalorizado a finales del siglo XIX por Jacob Burckhardt y, en el XX, por Benedetto Croce y Eugeni d'Ors. Algunos historiadores dividen el Barroco en tres períodos: «primitivo» (1580-1630), «maduro» o «pleno» (1630-1680) y «tardío» (1680-1750).2
Aunque se suele entender como un período artístico específico, estéticamente el término «barroco» también indica cualquier estilo artístico contrapuesto al clasicismo, concepto introducido por Heinrich Wölfflin en 1915. Así pues, el término «barroco» se puede emplear tanto como sustantivo como adjetivo. Según este planteamiento, cualquier estilo artístico atraviesa por tres fases: arcaica, clásica y barroca. Ejemplos de fases barrocas serían el arte helenístico, el arte gótico, el romanticismo o el modernismo.2
El arte se volvió más refinado y ornamentado, con pervivencia de un cierto racionalismo clasicista pero adoptando formas más dinámicas y efectistas y un gusto por lo sorprendente y anecdótico, por las ilusiones ópticas y los golpes de efecto. Se observa una preponderancia de la representación realista: en una época de penuria económica, el hombre se enfrenta de forma más cruda a la realidad. Por otro lado, a menudo esta cruda realidad se somete a la mentalidad de una época turbada y desengañada, lo que se manifiesta en una cierta distorsión de las formas, en efectos forzados y violentos, fuertes contrastes de luces y sombras y cierta tendencia al desequilibrio y la exageración.3
Aspectos generales
Barroco: un concepto polisémico
Otra teoría lo deriva del sustantivo baroco, un silogismo de origen aristotélico proveniente de la filosofía escolástica medieval, que señala una ambigüedad que, basada en un débil contenido lógico, hace confundir lo verdadero con lo falso. Así, esta figura señala un tipo de razonamiento pedante y artificioso, generalmente en tono sarcástico y no exento de polémica. En ese sentido lo aplicó Francesco Milizia en su Dizionario delle belle arti del disegno (1797), donde expresa que «barroco es el superlativo de bizarro, el exceso del ridículo».4
El término «barroco» fue usado a partir del siglo XVIII con un sentido despectivo, para subrayar el exceso de énfasis y abundancia de ornamentación, a diferencia de la racionalidad más clara y sobria de la Ilustración. En ese tiempo, barroco era sinónimo de otros adjetivos como «absurdo» o «grotesco».1 Los pensadores ilustrados vieron en las realizaciones artísticas del siglo anterior una manipulación de los preceptos clasicistas, tan cercanos a su concepto racionalista de la realidad, por lo que sus críticas al arte seiscentista convirtieron el término «barroco» en un concepto peyorativo: en su Dictionnaire d'Architecture (1792), Antoine Chrysostome Quatremère de Quincy define lo barroco como «un matiz de lo extravagante. Es, si se quiere, su refinamiento o si se pudiese decir, su abuso. Lo que la severidad es a la sabiduría del gusto, el barroco lo es a lo extraño, es decir, que es su superlativo. La idea de barroco entraña la del ridículo llevado al exceso».4
Sin embargo, la historiografía del arte tendió posteriormente a revalorizar el concepto de lo barroco y a valorarlo por sus cualidades intrínsecas, al tiempo que empezó a tratar el Barroco como un período específico de la historia de la cultura occidental. El primero en rechazar la acepción negativa del Barroco fue Jacob Burckhardt (Cicerone, 1855), afirmando que «la arquitectura barroca habla el mismo lenguaje del Renacimiento, pero en un dialecto degenerado». Si bien no era una afirmación elogiosa, abrió el camino a estudios más objetivos, como los elaborados por Cornelius Gurlitt (Geschichte des Barockstils in Italien, 1887), August Schmarsow (Barock und Rokoko, 1897), Alois Riegl (Die Entstehung der Barockkunst in Rom, 1908) y Wilhelm Pinder (Deutscher Barock, 1912), que culminaron en la obra de Heinrich Wölfflin (Renaissance und Barock, 1888; Kunstgeschichtliche Grundbegriffe, 1915), el primero que otorgó al Barroco una autonomía estilística propia y diferenciada, señalando sus propiedades y rasgos estilísticos de una forma revalorizada. Posteriormente, Benedetto Croce (Saggi sulla letteratura italiana del Seicento, 1911) efectuó un estudio historicista del Barroco, enmarcándolo en su contexto socio-histórico y cultural, y procurando no emitir ninguna clase de juicios de valor. Sin embargo, en Storia dell'età barocca in Italia (1929) volvió a otorgar un carácter negativo al Barroco, al que calificó de «decadente», justo en una época en que surgieron numerosos tratados que reivindicaban la valía artística del período, como Der Barock als Kunst der Gegenreformation (1921), de Werner Weisbach, Österreichische Barockarchitektur (1930) de Hans Sedlmayr o Art religieux après le Concile de Trente (1932), de Émile Mâle.5
Posteriores estudios han dejado definitivamente asentado el concepto actual de Barroco, con pequeñas salvedades, como la diferenciación efectuada por algunos historiadores entre «barroco» y «barroquismo», siendo el primero la fase clásica, pura y primigenia, del arte del siglo XVII, y el segundo una fase amanerada, recargada y exagerada, que confluiría con el Rococó —en la misma medida que el manierismo sería la fase amanerada del Renacimiento—. En ese sentido, Wilhelm Pinder (Das Problem der Generation in der Kunstgeschichte, 1926) sostiene que estos estilos «generacionales» se suceden sobre la base de la formulación y posterior deformación de unos determinados ideales culturales: así como el manierismo jugó con las formas clásicas de un Renacimiento de corte humanista y clasicista, el barroquismo supone la reformulación en clave formalista del sustrato ideológico barroco, basado principalmente en el absolutismo y el contrarreformismo.6
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